Natalia esperaba paciente, abrazada solo por el frío y por sus raquíticos bracitos de muñeca fina. No lograba ver nisiquiera hasta sus zapatillas, las caras; y todo por culpa de esa tonta y espesa neblina nocturna. Por primera vez, no se roía las uñas, y no por falta de desesperación, ni por lástima a terminar con su apreciable manicura, sino porque en realidad Fernando le robaba cada aliento, cada movimiento y cada uno de sus lánguidos pensamientos.
Se había arreglado como nunca, había logrado en sus cabellos de seda arácnida caereles semiazucarados, que le caían sobre la nuca, sobre los aretes de perlas y casi le hacían cerrar sus grandes ojos color avellana; así como lo abrían hecho las mariposas si hubiese sido de día. Las pestañas le llegaban casi a las cejas, con un espezo e infranqueable color azabache que nada tenía que ver con su naturaleza castaña.
Moría lentamente y Fernando no aparecía. Sentía cómo los labios se le congelaban, por debajo de aquellos besos no logrados por su labial rosa. Se quedaría ahí, un poco más, y otro poco más... y más aún, aunque no lo sentiría si Fernando llegaba. Valdría la pena el frío, valdría la pena la falda, la manicura, los cabellos. Todo valdría la pena si Fernando llegaba.
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