9 de octubre de 2012

La primera vez que vi una luciérnaga, debí haber tenido alrededor de 3 años de edad. En un parque cercano a la casa en la que vivía obviamente con mis padres; uno de esos parques que seguro ya no están donde estaba antes, y ya no es lo que era antes y demás descripciones nostálgicas aplicables.

Me provocaban tal facinación, que las relacionaba con una magia lejana y atemporal. Una magia viva y fragil, que dentro de un frasco de mermelada se ahogaba y moría. No brillaba, y dejaba atrás a un insectito feo, creado a medio camino entre un gusano y una mosca pantionera. Todo lo contrario al príncipe sapo a quien la magia le convierte en el destino. Mis luciérnagas no, ellas más bien iban de luz hipnótica a disfráz de Halloween.

Una de las psicólogas que traté durante años difíciles de mi no tan larga vida me preguntó alguna vez con qué animal me identificaba. Si bien, en todos los cuestionarios estúpidos de revistas adolescentes viene algo similar, supuse que esta vez sería un tema más serio y le respondí: "me gustan los gatos de ojos brillantes, pero me gustan de mascota. Pero soy como una luciérnaga". La psicóloga se sorprendió, tendría un poco más de la edad que tengo hoy en día, y como es obvio preguntó por qué. Palidecí o me sonrojé, no lo sé, pero fui demasiado conciente de mi cara y mis movimientos faciales, talvés me había equivocado y ella sí tenía una revista en sus manos, organizando a las niñas a las que les gustan los caballos, los perros, los gatos y las iguanas. Y yo ahí, con mi babosada de las luciérnagas.

Fue duro explicarle que en ese entonces yo era lo que ahora, gracias a una película de Woody Allen, el novio y yo llamamos "One Line Person". Alguien que siempre tiene las palabras adecuadas para engancharte. Que memorizó el poema justo entre popular y original, quien conoce a las bandas más virtuosas, geniales y aún tan desconocidas. Una Hipster, diríamos ahora. Una luz blanca que se hace de todos colores mientras la persigues, se desaparece en el aire y vuelve a usar su bioluminicencia para que le sigas hasta que te canses y no tengas idea a donde fue. Al mismo tiempo, ese ser fragil que en un frasco se ahoga, y que de cerca no es más que un bicho muy feo y nada interesante.

Es probable que no le haya gustado mi respuesta... no muchas sesiones después me hizo cita con un médico psiquiatra, para que me recetaran de nuevo mis antidepresivos habituales. No fuí. En su lugar, no volví a verla ni a ella, ni a nada de lo que tenía a mi alrededor los siguientes 8 meses. Me largué a la patagonia a respirar fuera de mi frasco, y a ver si podía brillar de nuevo.

Han pasado algunos años desde entonces. Años y cosas. No hay forma de salir corriendo a la patagonia, ni a ningún otro sitio. Dejé de frecuentar psicólogos y comencé con la Homeopatía. La única magia que me queda adentro es el amor, o siendo menos cursi, seguramente podríamos calificar de magia a diversos sucesos biológicos que no tienen gran razón de ser.

La última vez que vi una luciérnaga, fue hace un mes, mientras caminaba cerca de un arrollo, en un parque hundido en la urbanidad de la ciudad que ahora me enfrasca. Mucho disto ya de la niña de 3 años que se quedó absorta con las lucesitas que aparecían y desaparecían bajo los pinos en aquel Guadalajara de los recuerdos; y estoy más cerca de la muchacha del cuarto de siglo a quien un príncipe azul la besó dentro de una nube de bichos luminicentes.

Queda este sitio como una terapia alternativa a la psicología, porque nunca he logrado brillar lo suficiente como para alumbrar un libro de noche, pero sí lo suficiente para encontrar el enchufe de la computadora.

1 comentario:

EmiliTus dijo...

Vine porque nada está muerto una mierda si alguien lo recuerda.