Conocí a Rodrigo el día del beso afuera de la mercería, a donde yo había ido en busca de hilo transparente y agujas chaquireras para adornar un cojín y para remendarme el corazón. Por su parte, Rodrigo estaba ahí por mera coincidencia dijo el primer día y por curiosidad por mis calcetas amarillas de lunares comentó hace poco, pero terminó comprando dos metros de listón gris el cual terminé usando de diadema unos días después. Fue como despertar bajo la lluvia y saberse sola pero a salvo, un beso que no inventana expectativas sino que se limitaba a erizar la piel y acelerar el pulso para hacer presente el alma desde la uña del dedo meñique en el pie, hasta la punta del cabello más largo en la cabeza.
Sonrió. Sonreí. Las nubes se pusieron en color sepia y yo me marché, sin decir nada, sin hacer ruido, y sin que lo notara alguien.
Me encontró al día siguiente en mi ventana. Yo leyendo un par de jurisprudencias y él sosteniendo una flor anaranjada 4 pisos más abajo.
Desde entonces dejé de enfermarme.
23 de septiembre de 2006
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario